Asomaba el día, con la algarabía de los pichos, entre las
ramas de los pinos en la calzada; con el tintineo de las cucharas en los vasos
de cristal, sedientos del aroma de un buen café, dentro de los muros de la
cafetería que permanece en los mosaicos de la vida cotidiana de la ciudad, que
fue creciendo ante la longevidad de sus pinos y su cafetería, devorando
pantanos, ojos de agua, man-glares y terrenos vorazmente; devorando los años
manteniendo las estampas de su pasado en su centro carcomido por el tiempo, sosteniéndose
en lo posible de la solidez de sus piedras de coral ( “muca” ) que le regaló el mar para forjar
bellamente su arquitectura, cuando se agotaron los cedros del lugar, que en sus
orígenes la hicieron “La ciudad de Tablas” con sus edificaciones de madera.
En su corazón el día aterrizaba las palomas y otras aves,
el sonido de una marimba por el perímetro de sus portales y en un tiempo el
canto de las ruedas del tranvía, con los rieles de acero a dueto, rodando por
un costado de la plaza, haciendo circular la vida de su gente.
Por la línea curvilínea de la costa de su cuerpo limitada
por el mar, las olas despertaban con su arrullo tenue y delicado, en la callada
arena de sus playas, el chasquido del salpiqueo de peces en sus aguas,
emergiendo con un salto a la superficie a saludar el día, para inmediatamente
sumergirse ante el rondar del graznido de las gaviotas revolando y la mirada serena
de los pelícanos flotando impávidos al acecho.
Amanecía con la diversidad de la aurora pintando lienzos
hermosos al horizonte donde el mar se besa con el cielo.
Así amanecía en mi niñez en mi ciudad, así amanece pero
ahora con torrentes de lluvia, cielos grises, y el silencio, ese velo que extienden
los problemas de la vida adulta,
impidiendo disfrutar de la claridad de un día sereno, un día como es detrás
del velo, un día hermoso postrado en el rincón del recuerdo del niño.
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